El Golem de Gustav Meyrink
Una de las novelas que nos retrata una Praga fantástica es El Golem de Gustav Meyrink. Éste llegó a Praga en 1883, cuando era todavía un adolescente, y la abandonó veinte años más tarde, en 1904, debido a un escándalo que arruinó su reputación de banquero y decidió iniciar su vocación literaria.
El Golem es la novela del gueto de Praga. Las descripciones la señalan como un lugar monstruoso, anárquico, decadente: casas construidas de través, ventanas estrechas y enrejadas, con porches abiertos como “negras fauces dispuestas a lanzar un aullido de odio”. La población que circula entre estos muros tortuosos es una humanidad desgarrada (Rosina, la prostituta; Jaromir el sordomudo) o perversa (Wassory, el médico diabólico). Lugar privilegiado de esta depravación es el cabaret “Loisitschek”, donde se mezclan las razas, las clases y los sexos, y donde “señores con frac” se lían con tipos dudosos, prostitutas y travestidos.
Efectivamente, si este gueto surcado de callejuelas y subterráneos es un lugar de perdición, se trata antes que nada, de un gueto, es decir, de un sitio cerrado, circunscrito en el espacio ciudadano. Al otro lado del Moldava, encontramos su antítesis, el barrio de Hradocany con su arquitectura altiva, con sus palacios barrocos. Es lo contrario a la atmósfera opresiva del gueto. Por lo tanto, el paisaje urbano de Praga representa dos mundos que se oponen uno al otro: el orden al caos; una arquitectura tranquila y otra opresiva. Y es precisamente el héroe de Meyrink el que pasa de uno al otro.
¿Que dice la leyenda del Golem que aún hoy sigue obsesionando a la población del gueto? “Cada treinta y tres años, aproximadamente, se repite en nuestras callejuelas un acontecimiento que en sí mismo no tiene nada de especialmente turbador, pero que levanta, no obstante, un viento de pánico, sin que sea posible encontrar explicación o justificación alguna al fenómeno. Cada vez que esto sucede, un hombre absolutamente desconocido, con un rostro lampiño, amarillento, de aspecto mongol, procedente a todas luces de la calle Altschul, envuelto en viejos ropajes pasados de moda y de mal gusto, caminando con un paso regular y extrañamente vacilante, como si fuera a tropezar de un momento a otro, atraviesa el barrio judio, para, acto seguido, desvanecerse bruscamente….”
La aparición del Golem -en recuerdo de la criatura de barro fabricada en tiempos por un rabino cabalista y que un día, tal y como se cuenta, se escapó por las callejuelas del gueto, destruyéndolo todo a su paso, hasta que su amo le alcanzó y consiguió arrancarle la fórmula mágica inscrita en su frente, devolviéndolo así a la nada-, materializa las obsesiones de violencia destructiva del “alma colectiva” del gueto. Esta amenaza que adopta la apariencia de lo extranjero, en el fondo no es más que el resurgimiento, la pervivencia de una falta original: la presuntuosidad del rabino aprendiz de brujo. Sea lo que sea, la furia encarnada por El Golem no pasa de ser, en el fondo, bastante benigna: fenómeno cíclico (mito del eterno retorno), su aparición reviste una especie de función catártica. En 1915 se quiere aún creer que la violencia no es más que un fantasma dispuesto a volatizarse.
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