El problema religioso
El enunciado de esta entrada es “el problema religioso”. Ello no quiere decir que lo religioso sea problema para todo hombre, o al menos habría que matizar bastante.
La palabra religión significa, etimológicamente, religación (Zubiri), vinculación, apertura radical. A diferencia de otras religaciones, la religiosa entraña además veneración, o, al menos, profundo respeto hacia uno de los términos de dicha vinculación. No trátandose de una vinculación de igualdad, sino de subordinación (no humillación), uno de los términos vinculados expresa hacia el otro su devoción, su culto, o simplemente su admiración profunda. El vinculado inferior nunca acaba, empero, de captar totalmente la enorme superioridad del vinculante superior, el cual es captado de un modo problemático, o mejor dicho, misterioso. A este misterio responde la fe como participación.
Ahora bien, mientras que el “problema” puede acabar siendo resuelto en un momento determinado, el misterio nos sobrepasa siempre por la fuerza de su grandeza: en tal sobrepasamiento se sitúa la religión.
Así las cosas, tan religioso puede ser el sentimiento de un budista como el de un anabaptista, o un pananimista. Por lo tanto, una primera aproximación al problema religioso, que desde esta perspectiva afecta por igual a un hombre de fe sencilla e indubitada que al luterano atormentado e inseguro por principio de su salvación, para quien la seguridad mata a la fe.
Pero hay al menos otro sentido en el que también cabría hablar de problema religioso, en el sentido trivial en que se alude en la conversación cotidiana a los problemas que pueden tener los creyentes en los países donde la religión está mal vista. Estamos muy lejos de la Edad Media donde, auténtico reverso de la moneda, el ateísmo era prácticamente inexistente, al menos de forma inplícita. También sería interesante saber si las prácticas religiosas medievales no eran en muchas ocasiones formas de ateísmo y superstición.
Sea como fuere, lo religioso es hoy, más que nucna, un problema complejo. A esa condición de problematicidad han contribuido poderosos y múltiples factores. Entre ellos, el progreso científico-técnico. Este ha ido arrinconando progresivamente a la fe. Para mucha gente, la religión era un recurso fácil, un Deus ex-machina al que se apelaba ante la menor dificultad. La ciencia ha ido explicado algunos hechos sin necesidad de apelar a Dios, se ha instalado en el lugar vacante de un Dios-tapa-agujeros superado, y ha ceñido la corona y el manto como nueva diosa. La ciencia provee, el hombre se abandona a su providencia; la ciencia explica, el hombre asiente.
Por lo demás, la ciencia y la técnica han producido un notable aumento del nivel de vida, pese a las injusticias sociales, y han contribuido a alejar de este mundo las antiguas preocupaciones por la salvación ultraterrena. Si antaño era considerado este mundo como un valle de lágrimas que había de ser recompensado en el más allá, hoy se promete transformar este mundo en un paraíso terrenal perdido, el “cielo en la tierra”. El confort, la comunicación de masas, la superficialización de la existencia, el trabajo extenuante y maratoniano, todo ello tiene muy ocupado al hombre, y la consecuencia es un cierto olvido de Dios. Lo religioso no interesa, no preocupa. No se niega, se ignora a Dios, que no interesa. No es problema.
La nuestra es la era de la trivialidad. Para algunos puede servir de consuelo el que otras épocas, aparentemente hipersensibles a lo religioso, como la Edad Media, fueran impregnadas por algún exceso sociológico, dando a veces un sentido de lo religioso poco profundo. Más que de sentido religioso, se trataba de simple rito, fruto de la costumbre, el temor, etc.
Pues bien, dadas las circunstancias, no se puede hablar hoy en general tanto de increyentes como de incrédulos (indiferencia). La crisis de valores humanos no podía dejar de afectar a la religión. Por ello, las vivencias religiosas del hombre de hoy, cuando son profundas, son tanto más valiosas.
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