Pío Baraja y el desastre del 98

A los pocos días de llegar a Madrid, Andrés se encontró con la sorpresa desagradable de que se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos. Había alborotos, manifestaciones en las calles, música patriótica a todo pasto. Andrés no había seguido en los periódicos aquella cuestión de las guerras coloniales, no sabía a punto fijo de qué se trataba. Su único criterio era el de la criada vieja de Dorotea, que solía cantar a voz en grito, mientras lavaba, esta canción:

Parece mentira que por unos mulatos

estemos pasando tan malitos ratos;

a Cuba se llevan la flor de la España

y aquí no se queda más que la morralla.

Todas las opiniones de Andrés acerca de la guerra estaban condensadas en este cantar de la vieja criada. Al ver el cariz que tomaba el asunto y la intervención de los Estados Unidos, Andrés quedó asombrado. En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o del fracaso. El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero en una victoria sin esfuerzo; los yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al ver a los primeros soldados españoles dejarían las armas y echarían a correr (…).

Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas: los yanquis no estaban preparados para la guerra; no tenían ni uniformes para sus soldados. En el país de las máquinas de coser, el hacer unos cuantos uniformes era un conflicto enorme, según se decía en Madrid.

Para colmo de ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis. Cierto que no tenía las proporciones bufo-grandilocuentes del manifiesto de Victor Hugo a los alemanes para que respetaran París; pero era bastante para que los españoles de buen sentido pudieran sentir toda la vacuidad de sus grandes hombres.

Andrés siguió los preparativos de la guerra con una emoción intensa.

Los periódicos traían cálculos completamente falsos. Andrés llegó a creer que había alguna razón para los optimismos. Días antes de la derrota encontró a Iturroz en la calle.

-¿Qué le parece a usted esto? –le preguntó

-Estamos perdidos.

-¿Pero si dicen que estamos preparados?

-Sí, preparados para la derrota. Sólo a ese chino que los españoles consideramos como el colmo de la candidez se le pueden decir las cosas que nos están diciendo los periódicos.

-Hombre, yo no veo eso.

-Pues no hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las escuadras. Tú, fíjate: nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos viejos, malos y de poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos nuevos, bien acorazados y de mayor velocidad. Los seis nuestros, en conjunto, desplazan aproximadamente veintiocho mil toneladas; los seis primeros suyos, setenta mil. Con dos de sus barcos pueden echar a pique toda nuestra escuadra; con veintiuno no van a tener sitio donde apuntar.

-¿De manera que usted cree que vamos a la derrota?

-No a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede salvarse, será una gran cosa.

Andrés pensó que Iturrioz podía engañarse; pero pronto los acontecimientos le dieron la razón. El desastre había sido como decía él: una cacería, una cosa ridícula.

A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y la civilización, era un patriota exaltado, y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja, nada.

Pío Baroja: El árbol de la ciencia, 1911

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