La luz

Los antiguos pensaban que la luz se desplaza instantáneamente. Desde luego, nuestros sentidos lo creen así. sin embargo, el danés Olaf Romer logró, en 1672, medir por primera vez la velocidad de la luz, atendiendo a la diferencia de posición orbital de los satélites de Júpiter cuando son eclipsados por este planeta. Romer obtuvo un valor de 225.000 km/s. hoy sabemos que la luz se desplaza en el vacío a 299.792,7 km/s, disminuyendo su velocidad según la densidad del medio que atraviesa.

También desde 1666 realizaba Newton experimentos para dilucidar la estructura de la luz; sus resultados (la teoría corpuscular) serían expuestos en la Optica de 1704. Fiel a su atomismo, Newton postulaba una estructura discontinua, emitida por los objetos luminosos. Durante un siglo se admitiría esta teoría, que explicaba hechos tan evidentes como la propagación en línea recta, la reflexión y la refracción.

Sin embargo, quedaban bastantes puntos oscuros: fenómenos que hoy conocemos como distinta refrangibilidad, polarización e interferencia quedaban sin explicar. Por ello, en 1690 el holandés Huyghens propondría en su Tratado de la luz una teoría alternativa: la luz estaría compuesta de pequeñas ondas de diferente longitud, propagándose transversalmente. La teoría acabaría imponiéndose gracias a los trabajos de Young y Fresnel. Una rama entera de la física se separaba de Newton.

Ahora bien, si la luz era una oscilación, resultaba claro que debía tratarse de la oscilación de un medio: es impensable una agitación sin algo que se agite. De nuevo, como en Descartes y Newton, se recurrió a la hipótesis de un éter (además se acariciaba la idea de poder identificar el éter luminífero con el gravitatorio). Sin embargo, la entidad éter, utilizada como hipótesis, presentaba caracteres altamente contradictorios: según la teoría física, sólo un medio sólido puede propagar ondas transversales; su rigidez, además debería ser superior a la del acero para soportar la pulsión de la luz a su enorme velocidad. Pero es que, a la vez, debería ser tan sutil que permeara tanto los espacios interestelares como los cuerpos; más aún, no podría tener masa ya que entonces frenaría a los astros en sus órbitas. Por último, escapaba a toda comprobación experimental.

Sin embargo, el éter se mantendría durante todo el siglo XIX, ya que, aceptando su existencia, los fenómenos de la electricidad y el magnetismo lograron ser explicados por una nueva y flamante ciencia: el electromagnetismo, cuyo tratamiento empírico fue realizado por Faraday, y su sistematización por Maxwell. ¿Qué consecuencias filosóficas tuvo esta nueva disciplina física?

La hipótesis del eter supone una victoria del continuismo sobre las teorías discontinuas.

La manifestación de las ondas de luz y de fenómenos magnéticos se da en un campo de influencia y no en una cosa concreta. La energía prima aquí sobre la masa. Por vez primera, la física reivindica algo que, en lugar de ocupar pasivamente un espacio, lo llena activamente y aun podemos decir que lo constituye. Ya no es que los cuerpos se dejen ordenar, extrinsecamente, en un esquema de referencia, sino que es este esquema el que crea el cuerpo.

Fenómenos diferentes, como las ondas de radio, la luz, ondas hertzianas y radiaciones atómicas, por una parte, y manifestaciones magnéticas, po otra, se entienden como la misma cosa desde el momento en que son iguales las ecuaciones matemáticas que las describen. Al contrario que en Newton, y volviendo a la vieja y profunda idea cartesiana, la matemática no ordena una realidad ajena a su ámbito, sino que decide de antemano sobre qué es la realidad. La mirada está guiada de antemano por el proyecto matemático. Es innecesario insistir en la proyección técnico-política de esta cosmovisión, que se da a la vez que la revolución industrial. La ciencia se pone al servicio de la técnica: la realidad va siendo descubierta al compás de las necesidades de dominación del hombre sobre la Naturaleza.

El mantenimiento a ultranza de la hipótesis contradictoria del éter muestra claramente cómo el científico decimonónico se aferra, por una parte, a la ilusión de una imagen unitaria y omnicomprensiva del Universo; por otra, se sigue insistiendo en la necesidad de imaginar un modelo mecánico.

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