El miedo en la sociedad postindustrial

Desde Kierkegaard conocemos muy bien la diferencia entre miedo y temor. El temor ante los peligros moviliza las fuerzas vitales para una confrontación activa con el entorno, estimulando a la lucha o la huida. En cambio, experimentamos miedo, más o menos intenso ante la pérdida de la integridad física, en aquellos momentos en que se quedan paralizadas nuestras fuerzas vitales. Así, el miedo no es causa, sino la expresión de una parálisis. En la medida en que la vida es siempre movimiento, el miedo es siempre miedo moral, que no hace sino exarcerbarse cuando a la parálisis de las fuerzas vitales se suma una amenaza aguda. Esto nos explica el caracter universal del miedo y también el hecho de que el inconsciente individual y colectivo hará siempre todo tipo de esfuerzos para evitar este sentimiento. El miedo pertenece a la configuración antropológica del hombre. Siempre se hace visible allí donde amenaza la muerte, la disolución al tiempo que la lucha o la huida aparecen como imposibles o carentes de perspectivas.

Esta es la situación en el caso de catástrofes nucleares o ecológicas: la contaminación radioactiva posterior a Fukushima no podía combatirse de forma directa. O como tampoco es posible hoy un enfrentamiento directo con el envenenamiento del aire. por otro lado, los caminos de huida son cada vez más ilusorios.

Por lo tanto, tanto la huida espontánea como la acción directa carecen de sentido ante las amenazas ecológicas, a no ser que se trate de actos simbólicos con un único objetivo propagandístico. Ahora bien, la actividad política a muy largo plazo en movimientos de protesta no parece totalmente ineficaz, antes bien al contrario. Ahora bien, en las sociedades actuales solo se movilizan permanentemente muy pocas personas, incluso en el comportamiento electoral, éste apenas deja sentir sus efectos la toma de conciencia ecológica. La causa radica en que la paralización del potencial individual de actividad ante la complejidad de las múltiples amenazas y de la inutilidad de cualquier acción individual desencadena un acceso de miedo que acaba siendo suprimido por un reforzamiento de los mismos mecanismos de defensa que preservan de la siempre vivencia del miedo latente.

Ahora bien, muchas veces el miedo en las sociedades es producido, según Elias, por los aparatos de coerción. Estos aparatos de coerción inhiben desde dentro la espontaneidad de las funciones motoras como la expresión de los instintos.

En las sociedades postindustriales los individuos nos encontramos doblemente paralizados por efecto de la fuerza del aparato de autocoerción y por otro lado de las complejas cadenas de acción. El hecho de que nos vaya bien -bueno, quizá hoy no tan bien-, incluso mejor que cualquier otra generación anterior, no es un consuelo sino una forma de desviar la atención.

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