El ideal del sabio

A lo largo de la historia de la ética, cabe distinguir dos formas de proponer las doctrinas morales que podemos denominar teórica y paradigmática, respectivamente. La teórica puede definirse como aquella moral que expone sus normas deduciéndolas a partir de ciertos principios. Este tipo de moral se encunetra en los sofistas, Sócrates, Platón, Aristóteles, que se esfuerzan en deducir ciertas normas a partir del estudio de la naturaleza humana. Pero la moral es asunto fundamentalmente práctico y de ahí que la teoría no baste a menudo para empujar al ser humano a comportarse de una determinada manera. Muchas veces decimos que mueve más un ejemplo que cien consejos. Surge así la moral que llamamos paradigmática, consistente en proponer modelos o ejemplos a seguir. La importancia psicológica de estos modelos ha sido siempre bien comprendida por aquellos movimientos religiosos y políticos que han pretendido atraer a los hombres (La Iglesia Católica canoniza santos como modelos a imitar, y en los años sesenta grandes sectores de la juventud más radical de todo el mundo tomaba como símbolo y paradigma a conocidos guerrilleros y revolucionarios).

Por supuesto, ambas formas de moral no se excluyen, sino que se complementan. Sócrates constituyó un modelo vivo de virtud para muchos griegos de la generación posterior (Platón lo presenta como paradigma de hombre y ciudadano) y Aristóteles alude en muchas ocasiones a la conveniencia de obrar como obraría en el circunstancia “un hombre honesto”. Cuando no se tiene un modelo histórico real del que echar mano, lo lógico es crear el prototipo, imaginar un modelo ideal. Esto es lo que hicieron epicúreos y estoicos.

Estoicos y epicúreos nos han dejado brillantes retratos del sabio ideal, de cuál sería la actitud y comportamiento de un hombre verdaderamente sabio. Los retratos de ambas escuelas presentan ciertos rasgos genéricos comunes: solamente el sabio es feliz, el sabio se caracteriza por su autodominio, su constancia y su sencillez. Existen, sin embargo, rasgos notoriamente opuestos en ambos ideales, por ejemplo, el alejamiento epicúreo de la política (“el sabio no se esforzará en dominar el arte de la retórica y no intervendrá en política ni querrá ser rey”) y su distinta actitud ante la clemencia: el estoico es intransigente hasta el extremo (“el sabio -dice un texto estoico- no concederá perdón a nadie, pues quien perdona sugiere que el que cometió la falta no es responsable de ella…tampoco tendrá clemencia, pues la clemencia implica el perdón del castigo justo y, por tanto, la idea de que los castisgos previstos por la ley son excesivamente duros, etc”. A lo que vemos, los estoicos no eran partidarios ni de la amnistía ni del indulto); el epicúreo, por el contrario, se mueve siempre proclive a la clemencia (“el sabio -dice un texto epicúreo- castigará a sus siervos a veces, pero siempre estará dispuesto a sentir compasión y a perdonar”).

Al proponer los paradigmas de virtud, la Iglesia Católica habla del santo, mientras que las escuelas helenísticas hablan del sabio. Esta diferencia no es meramente terminológica, sino el reflejo de dos formas distintas de concebir la virtud. La cristiana no es una moral intelectualista: la virtud no es cuestión de saber o ignorancia. Por el contrario, el epicureísmo y el estoicismo continúan la tradición intelectualista socrática: la virtud se identifica con el saber. De ahí la importancia concedida a la sabiduría y de ahí que el ideal humano sea precisamente el sabio.

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